A B I S A L F A N Z I N E
Julia Sánchez López
Paula Mas
El agente llegó a la dirección que le habían proporcionado. Una vez más, habían sido los vecinos quienes habían alertado de su desaparición, a pesar de que nadie sabía a ciencia cierta cuándo la habían visto por última vez. Decían que no salía mucho de casa y por eso no les había extrañado. Todos la tildaban de rara. De rara y algunos, incluso, de siniestra.
Al forzar la puerta, encontraron una habitación pulcramente ordenada, desprovista de todo adorno como presa de una apremiante impersonalidad. La luz entraba a raudales por todas las ventanas que habían sido previamente abiertas de par en par, lo que provocaba un continuo abrir y cerrar de puertas.
Lo único encontrado fue un post-it pegado sobre la puerta del frigorífico, como aquellas notas que tratan de ser un recordatorio de lo que siempre olvidamos. Tras una lectura a simple vista, quedaba claro que era una nota de suicidio, pero escrita con trazo tranquilo y legible, no como a las que estaba acostumbrado. El comisario lo archivó para enviarlo a la policía forense. Se podía leer lo siguiente:
“Los fantasmas de mi pasado acechan, sigilosos, a la espera de una nueva sacudida. Están cerca. Oigo sus pasos. Antes tenía fuerzas, antes era capaz de hacerles frente y, había momentos en los que, incluso, llegaba a resultar vencedora de este inmensurable duelo que hemos establecido. Luego, poco a poco, fui haciéndome más débil, sus gemidos se insertaron en mi espina dorsal y me contenté con darles la espalda: huir.
Sin embargo, el momento que tanto temía ha llegado. Ya están aquí. Soy incapaz de enfrentarlos. Oigo sus pasos, su respiración. Sé que debería sentir miedo y que éste debería incitarme a echar a correr. Sé que cualquier persona en su sano juicio lo haría. Pero el dolor ha dejado de ser real y ya no soy capaz de reaccionar. El miedo se presenta ahora como un espejismo, nulo intento de verme reflejada. Ya no huyo ni me desespero. Es más, los deseo. Aquí estoy. Esto es lo que queda. Esto es lo que habéis hecho de mí y ésta puede llegar a ser mi única y mayor aportación. Despedazadme. Desmembradme. Sed despiadados.
TOMADME.
El cuerpo nunca fue encontrado.
Meses después, archivaron el caso.
Ángel Calvo Botella
Olvidando olivos
María Torres, una jienense entrada en años y carnes, se despertó con ganas de no hacerlo. La hipnopedia a la que su anciana madre la había sometido durante toda la noche resultó efectiva y en sueños había comprendido algo que sabía a medias. La nonagenaria mujer llevaba tres días agonizando en voz alta lo que agonizó censurada durante siete décadas. El señor médico, don Antonio, ya había anunciado que la parca se encargaría de la matriarca en menos de una semana. Pero cuando el cura fue a la encalada casa a darle a la católica mujer el último sacramento se encontró con la oposición de sus otros hijos y los nietos, los varones, que lo
despacharon con un: “Antes al matadero que un cura en la casa del jornalero”. Suerte que la única preocupación de la madre no tenía nada que ver con Dios.
–¡Manolillo, Manolillo! –repetía la cantinela durante horas– Manolillo…
La mujer ya había practicado todas las entonaciones que el catálogo andaluz ofrecía pero la palabra no dejaba de tener sentido en la boca de aquella vieja, que gastaba sus últimos alientos en una homogénea retahíla que finalizaría a la par que su latir.
María Torres nació nueve meses después de la muerte de Manuel Torres, su padre, el cual fue desaparecido en 1945 tras una guerra y prisión. Fue capturado en la Batalla de la Aceituna luchando en el bando republicano y tuvo la suerte de no ser fusilado en el acto. Sobrevivió a duras penas en múltiples cárceles, a cual más tuberculosa, y fue puesto en libertad en el mismo año de su muerte por un error burocrático del todavía incipiente régimen franquista. Nada más llegar a su pueblo concibió a María en una noche que trató de resalcir nueve años de ausencia. Pero no contó con que el caciquismo seguía gozando de buena salud a través de los siglos, y el terrateniente de todos los olivares que se veían desde lo alto del campanario de la iglesia se encargó de corregir el error. A la mañana siguiente sonaban los caballos de la Benemérita en torno a la casa y el padre de la familia era empujado a la calle donde desapareció casi a rastras ante la mirada de los vecinos tras las puertas cerradas. El restaurado latifundio no perdonó el papel de Manolillo “el ruso” durante las expropiaciones de la reforma agraria y su cuerpo alimentaría algún inconcreto olivar de los que intentó liberar.
Estos hechos le eran conocidos porque su hermano mayor, Miguel “el bachiller”, ostenba catedrático de historia en la Universidad de Granada e investigó el pasado familiar desde recién muerto Franco. De los años posteriores ella no recordaba más que el silencio y la presencia constante de la Iglesia en su hogar. Iglesia beneficiaria de largos años de sumisión de los Torres a cambio de dar por casados ante Dios póstumamente a Manolo y su esposa civil (pudiendo así recibir la viuda la pensión del régimen), obtuvo largos años de sumisión de la familia Torres. Sumisión que hoy ya era odio destilado en el alambique generacional.
María nunca se paró a preguntar por qué el silencio fue la banda sonora de su infancia, ni por qué se había de agachar la cabeza cuando los señoritos pasaban por la plaza. No lo hacía porque su papel histórico, como derrotada, era no hacer preguntas. Pero ahora sí se las hacía. Su madre no estaba en condiciones para reprenderla y los señoritos hacía tiempo que vivían en Madrid. Así que se sentó como si la actividad de cuestionarse lo requiriera y discurrió con esfuerzo hasta que parió la pregunta apropiada a su pretensión.
–¿Por qué los señoritos llevan sus largos apellidos con orgullo y honran hasta a sus
muertos más lejanos mientras que al pueblo le pesan como un piedro y nuestros muertos asusta
siquiera pronunciarlos?.
Se quedó observando la mano de su madre. Estaba con la palma hacia arriba aunque el respirar era de débil imperceptible y el cuerpo llevaba inmóvil largos minutos. A pesar de eso, María podía percibir en sus dedos un atisbo de vitalidad muscular. Las huellas dactilares habían abandonado a la anciana tras múltiples quemaduras durante el tiempo que fue cocinera en la casa del señorito. Tras setenta años de duro y pluriempleado trabajo, la viuda de Torres vivió una vejez prolongada a pesar de las décadas de plusvalía y miseria caducando su cuerpo.
Las navidades de hace ocho años llegó el Bachiller con una idea en la cabeza. Una idea que revolucionaría los años posteriores:
–Hermanos, Madre. –Dijo con la solemnidad que le daba ser uno de los dos licenciados del pueblo– Ha llegado la hora de buscar a Padre y darle la sepultura que se merece.
Las reacciones llegaron tras unos segundos de silencio. Los hermanos sancionaban la idea y los nietos vitoreaban. La vieja esperaba su turno paciente para expresar su negativa. ¿Qué dirán en el pueblo cuando se nos vea levantando tierra? ¿Qué dirá el párroco? Y otras interrogaciones retóricas de composición "Pronombre interrogativo qué + tercera persona del singular o plural del futuro de indicativo del verbo decir + referencias personales".
Tras varios años y argumentaciones del Bachiller, la viuda accedió a iniciar la búsqueda. Oportunista fue entonces la visita del párroco acompañado de la señorita a la casa familiar. Visita que, por supuesto, aconteció cuando no se hallaba ningún varón en casa. El cura y la señorita, la cual era esposa del mismo que mandó ocuparse del Ruso, instaron a la anciana a desistir en las intenciones de buscar a su marido.
–Eso ya es historia –dijo la señorita con despreocupación fingida– y la historia no tiene
importancia. No quiera usted, amiga, abrir ahora viejas heridas. Al fin y al cabo su marido nos
quitó las tierras.
–¡Lo mismo iba a ser! –pensó en aquel momento María, permitiéndose pecar de pensamiento– Y en todo caso, el señorito descansa en un mausoleo anexo a la iglesia mientras a mi pobre padre las flores del uno de noviembre se las ponemos a escondidas en el campo.
Fue entonces cuando María sintió que su madre pasaba a la historia. Esa misma historia a la que la señorita se refería. "La historia no tiene importancia" resonaba ahora en su cabeza al ritmo del latir de un corazón conocedor de la recién adquirida condición de orfandad. Fue entonces cuando comprendió que la única historia que no tenía importancia era la que aquella brillante tarde de julio moría con su madre.
Se recostó sobre la persiana de un almacén cerrado, y aunque ella no lo sabía, miraba hacia el este. El metal se doblaba por sus articulaciones ayudado por ese matrimonio de polvo y grasa que ayuda tanto al comerciante a deslizar la corredera por sus railes como a las empresas de quitagrasa a aumentar sus ventas.
Sus amigas se habían ido a “mear” hace ya un tiempo incalculable, porque cuando no te has acostado después de medianoche tu cuerpo decide perder la referencia temporal y un minuto pueden ser horas y una hora un segundo. Un ojo se le cerraba solo, así que cerró el otro para dar unidad estética a su rostro. En sus párpados se proyectaban imágenes de una noche que se enmarcaba en ese compendio de jueves decepcionantes.
Lo bueno de los lunes es que no les pides nada. No te importa que un lunes sea igual a otro porque en nuestro diccionario colectivo ya le hemos añadido la acepción de rutina. En cambio
los jueves viven condenados a no cumplir nuestras expectativas.
Tras unos breves trailers que anunciaban la aventura de abrir la puerta con los tacones en la mano, el drama de ser probablemente abroncada por su madre y la historia de ciencia-ficción en la cual al despertar no tendría resaca, empezó la película. Se veía a ella misma consiguiendo que Paco la llevara en coche hasta la discoteca y reprimiendo un cierto ascopena hacia el pobre chaval que era novel no sólo en la carretera, sino en todos los aspectos vitales. Luego el encuentro con las caras conocidas. Entrar gratis porque el portero es el primo Ramón. Ver a Antonio Martín. Ay qué bueno está Antonio Martín. Cómo me lo follaba. ¡Lo gritaría en alto!. Verlo tontear en la barra con Marisa Giménez. Qué zorra es. Bailar. Ver como el Marín se va con Marisa a la puerta. Ya está, se acabó. Beber dos tequilas seguidos. Liarme con el primero que pase. Qué mal besa. Encontrarme con Antonio Marín en el pasillo. Entrarle. Que me aparte como si fuera una puta. ¿Quién se habrá creído?. Llorar en el baño. Que Marisa Giménez me rescate. Poner buena cara. Odiarla más todavía. Beber más. Fundido en blanco.
Abrió los ojos cuando ella misma como directora reflexionaba acerca de un sentimiento de culpa creciente. Ella nunca sabría que le venía impuesto por los siglos de judeo-cristianismo y dirigido por el catolicismo. Aunque ella no iba a misa. Un sentimiento de culpa, de putón, de “quépensaríami” que se aplicaba con un cierto masoquismo y que era potente motor de sus relaciones con otras mujeres y hombres (que no personas). Aquella mañana el Sol decidió salir por el norte, pero ella ni lo sabía ni le importaba.
Diego Sánchez Aguilar
Hidrocarburos
Tenía ganas de pasear. No podía soportar otra noche frente al televisor. Ese parloteo estridente de películas donde hombres y mujeres se afanan en tramas sin sentido. Qué tenían ellos que ver conmigo. Qué tenía yo que ver con sus amores, sus celos, sus crímenes avariciosos. Desde pequeño me ha pasado. No sentirme parte de este mundo, ver a todas las personas como a través de un grueso cristal; observar cómo, desde su mundo extraño y luminoso, etéreo, mueven sus labios, gesticulan.
El ascensor abrió sus puertas en medio del silencio del edificio. Todos los vecinos estaban encerrados en sus cuevas a esta hora, tras sus puertas con mirilla. Entré en la cápsula, dentro de su zumbido y su luz reveladora. La luz del ascensor sabe exactamente quién soy, lo susurra en un zumbido apenas audible. Fue una inmersión larga; tuve tiempo de pensar. No pensé nada salvo en mi respiración. Por fin se abrieron las puertas y salí a la madrugada.
Las calles estaban desiertas. Los semáforos vigilaban un tráfico fantasma, invisible, que recorría en silencio el asfalto más negro de la ciudad, respetando estrictamente el sincronizado ritmo rojo y verde de las luces. Seguí caminando y desaparecieron las calles. Luego pasé el río, los caminos de la huerta y los ladridos de los perros sondeando las constelaciones, hasta que ya no se veían más que algunas luces lejanas. Era una noche húmeda, costaba respirar ese aire mojado. Los pies se hundían en una especie de fango suave y viscoso.
Cuando mis piernas se cansaron de luchar contra la porosidad del fondo, decidí tumbarme. Encendí un cigarro y, bajo la luz del mechero, la noche se hizo tan alta que me aplastó como a un luminoso pez abisal. A varios miles de metros sobre la brasa de mi cigarrillo, el viento peinaba la superficie del mar.
A mi lado, otros esqueletos blanqueados por la noche y el tiempo reposaban en el fondo, con sus espinas y sus cabezas sin ojos y los pequeños dientes afilados de sus bocas. Mi espalda empezaba a ser engullida por el limo. No puedo expresar con palabras la infinita alegría que me inundó cuando me imaginé en una fosa oleaginosa de hidrocarburos, descomponiéndome entre el carbono inmortal de ballenas, de dinosaurios, de otros peces abisales que encendieron sus lucecitas hace milenios y que serán extraídos junto a mis restos negros y serán luego convertidos en gasolina, que moverá los coches que, allá arriba, empiezan ya a circular, un poco antes de que amanezca.
Javier de Hoyos Martínez
M.J compró esos sillones de cuerda trenzada y armazón que imita acero inoxidable; M.J es mi madre. 52 euros/pieza, seis en total, dos a cada lado de la mesa, y dos más apilados en la esquina sudoeste de la terraza: 312 euros que M.J ha pagado por quitar esos viejos sillones de 14 años, de tablas mantenidas con cinta adhesiva, de blanco eccémico y sarpullidos grisáceos, vestidos siempre con horrendos cojines tricolor (verde-azul-amarillo). L. fue quien los tiró a la basura.
L. es el marido de M.J desde hace 25 años y medio; L. es mi padre. Los nuevos sillones no están mal -los observo desde la mesa de madera del salón sentado en unas incómodas sillas que no despiertan ningún sentimiento de progreso en la mente de M.J-.
Al mismo tiempo que miro, un atardecer violaceoamarillentorojizo se dibuja e infla como un globo en el horizonte.
El mar está ligeramente azulado, únicamente.
Son las 1:99 en este atardecer imposible. P.L, en estos momentos, cocina sobre su ridículamente pequeña cocina. P.L es mi hermano y no vive aquí, no ve las nuevas sillas o el atípico desplome solar por el oeste.
P.L vive al noreste de aquí, bastante más lejos de lo que esas indicaciones, subconscientemente, puedan sugerir. P.L me ha abandonado y es la primera vez que en la habitación para cuatro solo duerme uno, solo duermo yo, S.M., y todas las mañanas a las 9:11 (un par de segundos más, por cada día que pasa) soy yo quien se levanta para correr la persiana y evitar el silencioso rayo de luz vespertina con aspecto de aguja o mazo del que antes P.L se encargaba con eficiencia.
Los niños concienzudamente tostados que viven a la sombra de las torres de este cuadrilátero irónicamente teatral gritan como una especie de garganta única y alucinada en una lengua rara e ininteligible.
M.J sugiere posponer la salida nocturna a la playa que, como cada verano, realizamos cuando la luna está llena, donde comemos bocadillos calientes y nos sentamos bajo esa luz pálida como de pared hospitalaria, donde ellos beben cerveza y P.L y yo conversamos sobre temas que no retomamos hasta el siguiente año. El escupitajo lunar está especialmente bonito hoy. Yo, le digo ok.
El atípico atardecer es ahora una masa negra llena de lunares estrellados (tengo las gafas sucias y la luz de las farolas a través del paisaje hace asemejarse a la ciudad a una suerte de campo de minas estático en el exacto momento de la detonación). Los sillones nuevos se intuyen por sus sombras. En su habitación, L., murmura algo que tanto M.J como yo fingimos no oír ante la pereza de un absurdo (e inútil)
¿qué?
José Daniel Espejo
Notas para una tesis
Ese problema del insomne que consiste en dar vueltas y vueltas en la cama, cambiando continuamente de oreja soporte, hasta que los tapones se te salen y vas a recolocártelos por enésima vez y te das cuenta de que en realidad no te hacen falta, porque el ruido está dentro, está infrarrepresentado en la literatura galaico-portuguesa del XVIII.
Un corto nouvelle vague en blanco y negro
He ido a la playa. A hacer no tengo claro qué, a pasearme por ahí con cara de dandy y pantalones remangados, supongo. El mar, el sol y la arena tienen una cualidad profundamente metafórica que me imagino que es lo que hace que uno se sueñe tantas veces en la playa. El sol es lo que brilla mientras uno está vivo, el mar es el final de todas las cosas y la arena es el tiempo. En las pelis, después de los naufragios, aparecen baúles desvencijados en la arena, y los náufragos se queman la piel, un poco como castigo por no haber palmado en el mar. He aguantado cincuenta minutos justos. Luego me he sentado en una terraza de un bar de ingleses y me he pedido una ginebra, como un personaje de Vilas. A diferencia de lo que suele ocurrir en sus poemas, ninguna mujer ha venido a ofrecerme sexo oral. Me han cobrado cinco euros por un puto chorro de Seagram's. La ginebra también es metafórica: la ginebra somos todos nosotros, la tranquila latencia de nuestra capacidad de llorar.
Marisa Morata Hurtado
Topográfica
Explorar con las manos la ciudad empezando por el cuerpo como si fuera parte la ciudad empezara ahí. Explorar el tiempo el espacio que cabe dentro de las uñas buscarlo con más uñas con dedos como lenguas que conocen cuanto hay entre la carne y la carne. Medir el ruido tocando el cuerpo que respira contra tus manos si lo tocas. Lamerlo con un dedo nada más y adivinar que la ciudad está fuera y tibia tiene aristas y espera el curso de las manos que la buscan para agachar el lomo como hacen los perros a los que nunca tocó nadie. Y sabes con certeza por dentro de los huesos que hoy no lloverá que los tilos aguantan con esfuerzo el peso de sus hojas. Basta cerrar los ojos para saber también que dieciséis aves sin garras dan mil vueltas con ruido a un campanario en ruinas y adivinas la ciudad así y entera como un rostro cargado de venas y canales. Todo eso lo recorres el índice notando el calor que guarda siempre el arco de las ingles. Por el latido ves que el extrarradio bombea coches autobuses y que el centro se llena de humo pequeño y bajo cada día. Es esta mañana aquí estar en tu cuerpo como tomar la línea aérea cuando aún no ha subido nadie si la pantalla anuncia once minutos hasta el próximo tren en los días en que no importan no cuentan los minutos porque la luz no cambia y la estación es siempre un lugar nocturno azul a cualquier hora. Ese dedo que es tuyo y que te toca se parece mucho al barco que recorre el Spree en la medianoche para darle el oxígeno que le ha gastado la luz la poca luz y las migas de pan que lanzan a los peces los que van al mercado. Ese río que te dicen que guarda tanta vida por dentro que no le cabe el aire. Como la ciudad los cuerpos cuando bullen y se ahogan de vida de ganas de tomarla y de beberla en tragos hondos y entonces la calma existe tan solo en el cuerpo rendido contra el suelo y el tacto de la piel contra la tierra para recuperar el centro que es esta ciudad y es otra. Porque el centro es dos como las ciudades dos y los cuerpos son dos: el tuyo y su contrario esperando en la geografía los kilómetros que traigan tus dedos como lenguas a esa otra superficie que prolonga la tuya y que conoces tan bien como canales cisnes tus uñas o los barcos el oxígeno. Igual pero distinta tan solo en una cosa: esa ciudad ese cuerpo es opuesta y la recorres.
Submarina
A Iván, por el agua y todo lo demás.
“No supe el límite.
Las aguas podían descender de tu cintura
hasta el terrible borde de la sed,
las aguas."
De "Material memoria" J. A. Valente
Estamos de repente fuera del mundo pero no estamos solos. Estás tú y luego ellos dos y todose parece a una danza lenta e ingrávida. Bajo el agua noto el tacto de tu mano. Lo persigo porque es de agua y azul y está tan vivo. Entonces lo veo a él nadar junto a un banco de peces que le huyen. Pasan como un tren de color. No hay rostros ni ruido solo cuerpos. Los peces y él se van a un lugar de lo hondo que no vemos. Nosotros caminamos con esa danza lenta. Algo se mueve entre las rocas, lo señalas. Sigo agarrada a tu mano como único recuerdo del planeta tierra, de allá donde se anda erguido y rigen otras leyes. Qué lejano queda ahora ese sitio,parece imposible que algún día perteneciéramos a allí. Aquí dentro se oye nada más que el ir y venir del aire, algunas burbujas, tu mano. Una medusa flota en el fondo de una cueva. Está hecha como de espuma u otra materia imposible que los seres de tierra siempre desconocimos. Flota. Es el mundo fuera de la palabra. Nada se llama ni contiene todo es lo que es sin nombre ni sonido. Me muevo muy cerca porque me gusta así. Por algún gesto entiendo que se acaba el silencio de las respiraciones, que volvemos al planeta la tierra. Te busco la mano. Me agarro fuerte. Cierro los ojos para que dure un poco más.
Juan de Dios García
Niño
Los hombres mueren lejos. Salen al amanecer y nunca vuelven. Yo quisiera seguirlos para saber cómo mueren y así morir también como un hombre.
Anónimo
Bebe con ansia y dolor. Escribe en una servilleta y termina su cerveza.Es un fantasma entre la neblina y los transeúntes. Pocos saben de él. No hay pretensión de ser nadie. Es un prejuicio en carne propia de los demás. Solamente vive su camino a la muerte.
Javier Temprado Blanquer
Entrabas en ese Pontiac Chieftain quejicoso y asmático, agarrabas el volante y creías ser el tipo más poderoso del globo. La carretera bajo tus pies, tu pies sobre el acelerador y la meta justo detrás del cristal, arañando línea tras línea el horizonte más cercano. Los años 50 en el país más poderoso del mundo no fueron fáciles. Mucho menos si te llamabas John Doe, y tus aspiraciones más inmediatas consistían en pillar marihuana y viajar. Sin duda, en cualquier ciudad te sentías perdido, pero en la carretera eras el último cowboy que vio bailar a Elvis. Y allí te veías. Lanzado sobre el asfalto, persiguiendo la melena larga del viento, creando diarios de un destello, y viviendo lo más intensamente que sabías. La vida en el camino.
Sobre las luces del coche, bajo el polvo del tiempo, han quedado enterradas ciudades y otros enemigos. Aún recuerdas las noches en las que te envolvía el fuego helado de un meditado pinchazo, y el ritmo al que se hinchaban las venas. Puro Jazz. Te sabías Dios tirado al borde del colchón, calculando el voltaje de tu próxima muerte.
Ahora, oyes a tu hija pequeña golpear las puertas del coche, como queriendo seducir al tiempo, y sientes que lo mejor de ti, lo tiene esa cría en sus manos, golpeando una y otra vez, el acento metálico del pasado y su gastado brillo azul.
Alicia Ramos González
La flor del almendro
Me encantan las fotografías. Sobre todo las que yo he tomado, porque cuentan una historia, una que sólo yo conozco, que está flotando en el papel fotográfico. Me gusta pensar que son los fantasmas de la imagen, los que escogí y posaron invisibles en mi visor. La gente suele decirme “¿Pero no sale nadie en tus fotos?”. Es que ellos no son capaces de ver más allá del paisaje. Eso debería de responderles. En cambio les sonrío con indiferencia.
Esta tarde cogí un álbum al azar y lo abrí en busca de un paisaje. Suelen repetirse, unos retratan el azul sobre azul, cielo y mar, y otros tan sólo la arena de las dunas o la tierra agrietada, las pulsaciones del planeta. Una fotografía entre las demás me atrapó con su historia: la flor de un almendro con sus pétalos ligeramente rosados y la rama tortuosa de la que nace como un milagro. El fondo es azul celeste, casi blanco, una combinación borrosa de nubes y cielo. Transmite serenidad pero su historia no es serena. Tomé la foto en Benadalid, un pueblo muy pequeño de la Serranía de Ronda. Fui a pasar el fin de semana en una casa de turismo rural. Y encontré un pueblo blanco y brillante bajo la luz del sol, con el eterno repiqueteo metálico del pájaro carbonero llenando el aire. Un pueblo entre almendros en flor, en los patios, en los huertos, en las fincas. El olor indescriptible inundando nuestra habitación, la primera cama de matrimonio que mi novio y yo compartimos, entre cuadritos con marcos de madera a punto de desmontarse y mariposas disecadas. El sabor a madera quemada de la chimenea en mi garganta, el queso tostado y los relatos de Borges. Cuando le dije a mi madre dónde había pasado el fin de semana, me miró con interés.
—Es ahí donde nació Virgilio, en ese pueblo. —Y me pareció que esperaba que le contase algo que yo hubiera encontrado sobre Virgilio, algún vecino que me hablará de él, alguna tumba de un antepasado en el cementerio, su propia tumba.
Virgilio era nuestro vecino, un hombre callado, que siempre miraba como para otra parte. Pude ver algo de aquel silencio sepulcral en el pueblo, pero de ahí a encontrar indicios de su historia iba un trecho. Mi madre sabía por su mujer algunas cosas, que no creo que sólo las supiera mi madre, sino todo el vecindario. La madre de Virgilio era autoritaria, una mujer seca y austera. Cuando Virgilio conoció a Remedios (la que fue su esposa), su madre se negó a aceptar la boda y él tuvo que dejarla. Y no sólo se negó a esa boda sino al resto. Por el pueblo fueron desfilando, una tras otra, todas las aldeanas casaderas y no aceptó a ninguna, hasta que Virgilio se cansó de buscar y se dedicó a las labores del huerto, a la recogida de las almendras, a llevar el agua desde el pozo a su casa, a cortar la leña y luego más tarde a cuidar de su madre enferma.
Cuando ésta murió, Virgilio tenía cincuenta años y estaba sólo en el mundo. El olor de los almendros se le hizo insoportable y estaba cansado de oír el canto agudo, como de fragua, de los pájaros carboneros. Así que se compró una escopeta de plomillos y se pasó muchas tardes matándolos. Apuntaba cuidadosamente por encima del pico, entre los ojos y disparaba. Un solo plomillo, una vida. Mató tantos pájaros carboneros que su huerto comenzó a desprender un hedor salado de cuerpos en descomposición. Y no se si sería por las sales que desprendían los pájaros pudriéndose o por el destino, que los almendros no volvieron a florecer y no pudo vender almendras. Virgilio cortó los árboles y se fue para siempre de Benadalid. Dicen que lo vieron caminar por la carretera, montaña abajo, durante varios días. Luego le perdieron el rastro pero se sabe que llegó hasta el mar. Se sentó en la orilla de la playa y al sentir la brisa marina lloró.
Luego, no se cómo se encontró con Remedios. La negativa de la madre de Virgilio la había condenado a quedarse soltera. Remedios lloró al principio y sentía vergüenza de salir a la calle. Pero luego volvió a sonreír, buscó un trabajo de secretaria y llevó una buena vida, sólo enturbiada por el misterioso malestar que le producía ver al resto de las mujeres caminando con sus hijos, animales pequeños y desdentados, llorones y apestosos, pero con ojos grandes como platos, que de pronto caminaban y hablaban y se convertían en personas. Se casaron y después Virgilio se murió.
Mi madre seguía mirándome, esperando mi respuesta.
—Visité el cementerio, pero estaba cerrado —le dije. Es verdad que fui.
El cementerio de Benadalid estaba rodeado por unas murallas de la época de los moros y se dice que fue un cementerio moro antes que cristiano. Allí estaba enterrado Virgilio, junto a su madre, bajo una cruz cristiana y sobre los moros que de lado, miran a la Meca hasta la descomposición de sus huesos. Una verja gruesa y con rosetones de forja, cerrada con cadenas y un par de candados, impedía el paso. Las lápidas podían verse desde allí, pero yo ni siquiera recordé a Virgilio.
—Remedios se ha quedado muy sola —dijo mi madre.
La tristeza es para los que se quedan, pensé. Pero no dije nada.
La rosa silvestre y la flor del almendro. No puedo evitar pensar en esos pétalos ligeramente rosados como sentencias de muerte. Marchita la flor, nace la almendra. La sangre filtrada en la tierra incendia el campo de los almendros.
Seguí mirando la foto, pensando ¿será posible que tantos fantasmas quepan en un pedazo de papel?
La búsqueda
Sandra llora desconsolada. Se suena los mocos con un pañuelo de esos de papel perfumado (para que la tristeza huela bien). Sofía se sienta a su lado, no comprende qué le ocurre. Llevan poco tiempo en la ciudad de Granada y Sofía está muy contenta con la vista de las nieves del Mulhacén y el brillo plateado de los adoquines del Albaicín.
Hoy han venido los padres de Sandra a visitarla. Es la primera vez desde que viven allí. A Sofía no la han visitado todavía, ni espera que nadie lo haga en meses. Pero le da igual, incluso se alegra. Ha venido a Granada huyendo de su padres, porque no puede realizar ese proyecto que ellos tienen de que sea una princesa o una señorita. A ella le joden tremendamente las princesas. Siente un profundo desprecio por todas aquellas cosas que deben hacer. Sobre todo por el maquillaje, la depilación, el peinado y las medias. Su madre le sigue regalando todas las navidades unas medias (con la esperanza de que luzca una falda, indumentaria que ella se niega a poner desde hace años). Ella las mete en el cajón de la ropa interior con desgana y tiene que verlas todos los días cuando lo abre, con la desesperación de ser incomprendida.
—Sandra, ¿estás mejor?. — Ha dejado de llorar, pero continúa sonándose los mocos. Tiene la cara colorada como un tomate. Hace un rato que se fueron sus padres y desde entonces no para de llorar.
—Un poco, es que me pongo muy triste. —Sofía no la entiende, pero teme parecer insensible si pregunta. Puede que eche de menos a sus padres. Quizás es que no soporta la soledad o quizás sólo sea por miedo. Son jóvenes, acaban de comenzar una vida nueva, en una ciudad desconocida, lejos de sus antiguos hogares, lejos de la familia. Miedo a enfrentarse a la vida por sí misma, miedo a ser dueña de su destino, responsable de sus actos. Miedo a ser una misma.
— Me siento muy sola. —Dice Sandra, y Sofía no sabe cómo animarla.
—Tienes que acostumbrarte un poco, verás como todo irá bien. —Sofía se siente estúpida. Sus palabras no significan nada. Prefiere cambiar de tema, distraerla con algo.
—¿Sabes que salí anoche?, con los tío esos de Úbeda.
—No me digas... y ¿qué tal te fue?. —A Sofía le parece que Sandra quiere distraerse.
—Horrible en verdad, pero cómico. Uno de ellos, el guapito, ¿Lo recuerdas?
—¿Ese alto y moreno? ¿Mario se llamaba?
—Sí el mismo. Pues primero fuimos de botellona y luego cuando estaba borracho se sentó a mi lado. Yo estaba sentada en los asientos de una parada de bus y se puso muy pegado a mí. Va y me pregunta, así de pronto, por la cara. Que si soy virgen.
Sandra sonríe por primera vez. —Qué cosas te pasan Sofía. ¿Y qué le dijiste?
— Pues qué mierda le importaba. A ver, si le decía que sí, el idiota pensaría ¡vaya beata! Si le decía que no, ¡vaya puta! —Sofía cree comprender muy bien estos dilemas del patriarcado. De hecho el tema de las señoritas es porque su madre es tremendamente machista. No para de decirle que ningún hombre la va a querer si no se preocupa por su aspecto físico, si no se peina y maquilla. Le dice constantemente que se acabará arrepintiendo por no haberse puesto minifaldas, ahora que es joven y mona. Que así jamás se echará novio.
Sofía continua hablando: —La verdad es que no sabía qué contestar, porque si lo mandaba al carajo iba a pensar ¡vaya borde! —(Aquí tenía en su mente las palabras de su madre: las señoritas no dicen tacos, las señoritas son educadas, no contestan mal, si no nadie las quiere)
—Y no sabía responderle bien, de verdad Sandra, que no sabía ser correcta. Así que cuando una no quiere contestar a una pregunta, ¿qué hace?
Sandra se ríe y repite “qué cosas te pasan”.
—Le pregunté para qué quería saberlo. Y sabes que me respondió. Impresionante.
—¿Qué te respondió?
—Que era porque si yo quería perder la virginidad no tenía más que decírselo. ¿Y si ya la había perdido? Eso no me lo dijo, ni yo se lo pregunté. Pero vamos, vaya gilipollas ¿Acaso no iba querer follar si no era virgen? Porque el tío tenía novia, ¿sabes? En su pueblo. Le dije que fuera allá a perder la virginidad de su novia, que no tenía más que decírselo a ella. — Sandra ríe.
—Ya no me pude aguantar Sandra. Me cogí un taxi y me vine para mi piso. Que les den por el culo a los niñatos esos. Ahora mismo me da igual empezar siendo la borde de la facultad. — Sofía piensa que tampoco es un comienzo sino una continuidad.
Es domingo y el día es soleado, sin viento.
—Qué día más bueno. —Comenta en voz alta para ver si Sandra muestra ganas de dar un paseo.